L' anima sparita

L' anima sparita

domingo, 21 de julio de 2013

Cómo desaparecer sin hacer ruido.

Desaparecer es, para los magos, un truco maravilloso para los expectadores; yo no soy mago. Soy sólo uno más en un planeta sobre poblado con una única meta en la vida: la muerte.

¿Será que se lee muy enfermo? ¿Será que no soy normal? ¿Cómo la gente puede tener más metas durante su vida si lo único seguro que se tiene es la muerte?

                                                                          ***
Nadie sabe si estoy o no. Leí un libro a media tarde y no quise prender la luz para seguir. Fumé un cigarrillo en la ventana para no esparcir el humo dentro de mi recámara. No prendí el radio, no prendí la tele. Mi teléfono se quedó sin pila y el cargador sigue buscando su camino a casa (es mi eufemismo para decir que no sé en qué pocilga lo dejé).

Sonrío amargamente, ninguna luz me ilumina pero no tropiezo. Mis ojos dibujan en la obscuridad cada objeto, cada obstáculo en mi camino para no tener que alumbrarme ni con el encendedor.

Inhala, exhala.

Me siento en el piso, no hay objetos punzocortantes, según recuerdo. Siento la paz que respira quien está y no está en ningún sitio. Mis manos sobre mi cara me cubren de la obscuridad que reina dentro de esas cuatro paredes. Comienzo a sollozar y me espanta darme cuenta que se oye el eco de mi respiración entre mis manos. Seco mis lágrimas, no hay por qué llorar. Y si así fuera, pareciera ya no valer la pena.

Me levanto y siento el piso frío bajo mis pies y siento igual cómo la piel de la planta del pie derecho va abriendo paso, poco a poco, a un objeto frío y alargado. Ahogo un aullido de dolor y casi inmediatamente, empieza a brotar un líquido viscoso y tibio. No veo nada. No quiero prender la luz. 

Cojeando, llego a la cama y mi pie percibe una brisa extraña, una humedad combinada con el aire que el poco movimiento le proveen. Ya no hay vidrio, levanté el pie del suelo con suficiente rapidez para que no me hiciera más daño.

Me recosté en la cama, cubrí mi cuerpo hasta la coronilla con las cobijas. Un resoplido casi involuntario se me rebela y no sé si cabrearme más por la razón de este o el hecho de haber hecho ruido.

Descobijo mi cara y mi tronco. Me arrastro sobre la cama. Parte de mi cuerpo queda colgando de un costado de la cama. Estiro el brazo izquierdo, alcanzo un cilindro del tamaño de mi palma. Me arrastro hacia atrás para reacomodarme.

Abro el frasco intentando no hacer ruido, incluso aunque nadie pudiera escucharme. Lo inclino y siento una granizada en la mano, pequeñas pastillas que caen sobre ella.

Trago una pastilla, trago otra más. El frasco estaba lleno y ahora está vacío. Me arrebujo entre las cobijas. Ya casi es hora.

Sonrío, descanso.

Inhalo, exhalo y me dejo llevar, sin hacer ruido, al país de Nunca Jamás.


Sublime Rutina

¿Por qué te mientes? ¿Por qué me engañas? 
- Lo sé todo- te dije.
- Mientes. No sabes cuánto te amo, cuántas veces te he soñado y cuánto he dejado de pensar en todo por  pensar en ti.
- Lo sé todo, te digo. Sé que ya no me amas, sé que con quien sueñas no soy yo y que piensas en todo, menos en mí.
- ¿En qué basas tu juicio para ser tan dura?
- En tu mirada, ya no es la misma. Tus besos ya no saben igual y tus caricias ya no las recuerdo sobre mi piel. 
- ¿No crees que es porque estoy cansado del trabajo, del trajín diario?
- Más bien creo que, de lo que te has cansado, es de mí.
- ¡No entiendo! ¡Coño, mujer! ¿Qué no me escuchas?
- Escucho tus palabras, y también a tu corazón pidiéndote clemencia cuando me dices que me amas, yo sé que no es así.
- Claro que lo hago, más que a mi vida.
- Nunca creí que valoraras en tan poco tu vida.
- ¿Te estás rebajando y jugando a la víctima acaso?
- Jamás lo haría; lo sabes, lo sé. Me conoces y te conozco tan bien que sé que sabes que no es así.
- Entonces... ¿Cómo te diste cuenta?
- En tu mirada que ya no es la misma...
- ¡Eso ya me lo dijiste! Aunque creo que estás en un error.
- Puede ser, siempre me he equivocado.
- Tal vez estés muy equivocada.
- Puede ser...
             
                                                                         ***
- ¿Y estas flores?
- Son para ti, mi vida. Toda mi vida es tuya, las flores son sólo un regalo.
- Gracias, mi amor. Jamás me habían regalado flores.

                                                                       ***

- ¿Y estas flores?
- Son para ti.
- Gracias. ¿Las puedes poner en el florero y ponerle agua?
- ...

                                                                       ***

- Toma.
- ¿Qué es?
- Ábrelo.
- ¡Qué hermoso collar! Pónmelo.
                 
                                                                       ***

- ¿Quieres que te caliente la cena?
- Déjalo, mujer. Estoy cansado.
- ¿Te preparo la ducha?
- ¡Que me dejes!
- Está bien, pero no azotes la... Puerta.

                                                                      ***
-Te extrañé.
- Yo más, mi amor.
- ¿El café de siempre?
- El café. Nuestro café.

                                                                      ***

- ¿Por qué ya no me preparas la cena poco antes de llegar? Extraño esas atenciones.
- Siempre llegas cansado e inapetente. ¿Para qué hacerlo ahora?
- Tienes razón, buenas noches.

II

- Te extraño.
- Seguro no más que yo.
- ¿Qué nos pasó?
- No lo sé, seguro nos perdimos en un punto entre la rutina y el hartazgo. ¿Me quieres aún?
- Yo aún te amo, pero sé que tú ya no. AHORA estoy convencida.
- Perdóname... Yo no quería...
- Ya te había perdonado.
- ¿Seguiremos juntos?
- ¿Me preguntas de nosotros o de ella y tú?
- Nosotros.
- Me temo que ese nosotros no existe desde hace mucho tiempo.
- ¿Te irás?
- Es inevitable.

miércoles, 26 de junio de 2013

Vistiendo santos en la casa de retiro

Me duele el brazo izquierdo, posiblemente sea un paro cardíaco, mañana iré al doctor si no morí antes.
Mis hijos ya no vienen, desde que son adultos, se olvidaron de su pobre madre.
¿Acaso tengo fiebre? ¡SANTO CRISTO, estoy hirviendo! Que alguien llame al médico, pero que no me recete un baño de agua helada porque las reumas no perdonan ni el agua tibia.
¿Qué hice yo para merecer hijos tan ingratos? Dios me castiga por darlo todo y no pedir nada a cambio en su momento.
Siento que la respiración se me dificulta; inhala, exhala. Posiblemente sea un enfisema. ¡AY, DIOSITO, no me lleves! ¿Qué será de mis nietos sin la abuela que les haga la cena navideña?
¿Que mi cabello parece la espuma del mar? ¡Pues claro!, con tanta preocupación por los programas que ven mus nietos,y que sus padres no cuidan, ¡cómo diablos iba yo a mantener mis cabellos negros!
Ayer, frente al espejo me encontré dos manchas más en la cara, seguro tengo cáncer de piel y moriré de dolor cuando el cáncer me haya invadido toda; muerta de dolor y sola porque nadie viene a verme.
Que alguien llame al doctor, ¡me muero, me muero! Y yo tan sola, y yo tan soltera desde siempre y yo sin hijos y yo sin nada. Sabia decisión la mía al no querer casarme nunca, al nunca criar hijos en la penumbra de mi incesante aflicción.

martes, 7 de mayo de 2013

No sé por qué te quiero

                                                       Como lo pienso, lo creo; como lo creo, lo digo. Como lo digo lo                   
                                                       callo. Como lo calle, me muero.

Escuché su voz una vez más. En mis manos, el sudor del miedo y en mi memoria, su despedida. No pensé que se marcharía así, si todo parecía tan perfecto, tan completo.

Me dejó un par de rosas sobre la mesita de noche, me dejó un cajón lleno de recuerdos y una almohada impregnada de un perfume tan corriente como mi perversa mente, pero que en ella tenía el olor más dulce que un puñado de chocolatinas.

Me desperté sin fuerzas, me acurruqué sin sueños, sin mundo, sin vida. ¿Qué sería de mí ahora? Estaba presente en todas partes y, al mismo tiempo, dejaba su ausencia inundando la casa, la cama, mis manos y mi cuerpo.

Siempre, muy dentro de mí supe que se iría, pero no esperaba que se fuera tan pronto, no esperaba que se fuera tan callada, tan retraída, tan ajena. Nunca puse mi presente en sus manos, pero sí mi futuro en su piel. ¿Qué será de mí mañana? ¿Qué responderé a las hirientes preguntas que surgen en cualquier reunión familiar?

Constantemente me recrimino por todo lo que no nos dijimos y por lo poco que compartimos, a veces me siento vacío y, a veces, me siento tan triste que desearía poder dejar de sentir aunque fuera por un instante. Todo es inútil. Aún entre sueños, entre risas, en el espejo y entre las sábanas veo nítidamente su cuerpo, siento su tibia piel bajo mis manos.

Ya no está. No estará y no volverá sus pasos a este pasillo pasado de su vida. Tengo la certeza de que no moriré de amor, pero contar las horas me hacen sentir que desfallezco de a poco. No puedo callarlo, no puedo negarlo: nos he perdido.

Tengo íes en los puntos y puntos suspensivos y suspenso en la memoria y memorias entre versos y versos que nunca le entregué por no saber decir "no sabes cuánto te quiero".

jueves, 11 de abril de 2013

Indagaciones de un elefante con alzheimer

No sé quién soy, no sé qué pasa. Quizás el tiempo me está diciendo que mi hora se acerca. No tengo miedo, no tengo gusto, sólo un manojo de nervios con una pizca de dudas que invaden mis horas en vela y que inundan mis horas de sueño.


De pequeño siempre me dijeron que no cuestionara lo que dicen los adultos; de joven me enseñaron a cuestionarlo todo. Crecí y dejé de preguntar porque me veían como un loco, me orillaron a seguir a la manada. Dejé de pensar, dejé de imaginar y comencé a seguir, pero hoy que tengo unos años echados encima pregunto muchas cosas. A mis hijos los aturdo y terminan diciendo "viejo loco, no tiene nada mejor qué hacer", mis nietos, los jóvenes, se aburren de mí y me gritan "¿por qué te gusta preguntar tanto? Ojalá te mueras pronto para que dejes de decir incoherencias". El único que me escucha es mi nieto Jacobo, el más pequeño de la casa. Siempre me responde y, sin embargo, pocas veces le entiendo porque aún no articula bien y, a pesar de todo, sé que es el único que no se harta de mis tonterías, pues es el único que se queda horas contemplando mi cama, mirándome a los ojos con mucho cariño, pero con una gran duda que aún no puedo descifrar.

¿Quién le hace de comer al chef? ¿Quién le hace la ropa al sastre? ¿Quién le cuenta chistes al payaso? ¿Qué cuentan los borregos cuando tienen insomnio y quieren dormir? ¿Quién le regala flores a las rosas para enamorarlas?

Hace diez días perdí la capacidad de hablar; no sé qué pasó si sólo estoy postrado en esta cama inútil. La cama inútil y yo: una piltrafa que podría morirse ahora para dar respiro a la familia. Todos me miran sin detenerse, salvo por mi Jacobo, mi viejo amigo que se sube a mi cama, se sienta a mi lado, mirándome a los ojos y sin decir palabra, puedo al fin descifrar que la pregunta en sus ojos es un "¿por qué?". Yo le respondo con miles de preguntas, bombardeándolo, ahogándolo con borbotones de dudas que no brotan más de mis labios, pero sí de mis pupilas:






¿Alguna vez le da sed a los peces? ¿Por qué el conejo de Pascua regala huevos? ¿Los animales se enamoran? ¿Existen los colorines decolorados? ¿Quién le canta a un pájaro triste?

miércoles, 27 de marzo de 2013

Elisa

Jamás conocí mujer que poseyera una belleza apenas similar a la de Elisa; piel de ébano y ojos del color del grano de café tostado, sus labios eran una invitación al pecado a pesar de que siempre estaba rezando o cantando alguna alabanza, a menos que fuera interrumpida por algún cliente. Su belleza no sólo radicaba en el cuerpo perfecto que tenía, sino que su timidez y delicadeza la hacían aún más hermosa; verla sonreír era todo un acontecimiento y cuando lo hacía iluminaba todo el local.

Doblaba la esquina entre las seis cuarenta y las seis cuarenta y cinco, con sus cabellos recogidos en una trenza tan obscura y brillante como la piedra de obsidiana, con el uniforme amarillo impecablemente planchado, inmaculadamente lavado. A decir verdad, verla un instante me bastaba para animarme la mañana, el día entero.

Siempre buscaba la manera de hacer tiempo en casa para poder verla, aunque fuera de lejos, aunque fuera a través de la ventana del departamento que rentaba  en el edificio frente a la cafetería donde ella trabajaba. Le era fiel hasta en sueños, le guardaba una inexplicable lealtad al ritual matutino de espiarla por la ventana sin malicia, sin pretensiones, salvo por aquél de llenar mi día de vida, de alegría, por llenarme de paz.

Martes 18 de julio, 1967
Desperté a mitad de la noche y sentía como si me hubiesen golpeado la cabeza repetidas veces con una laja de piedra. A pesar de no haber dormido mucho, sentía los ojos hinchados y mi cuerpo parecía de trapo. Mi mano tocó mi frente e inmediatamente la quité porque sentía que me quemaba y, a pesar de la temperatura, tiritaba de frío. Tenía años, podría decir que décadas sin que una gripe fulminante me hiciera sentir que moría. No entraré en detalles con respecto a mis mocos y otras secreciones propias de la gripe, sólo diré que habría deseado matar a alguien en ese instante si eso me asegurara sentirme mejor. Era el presagio de algo terrible, pero no lo sabía. Ahora creo que así era.

Entré a la regadera aún en pijama, contuve la respiración y abrí la llave del agua fría sin ningún miramiento. Mi cuerpo se erizó de pies a cabeza y mi corazón se congeló por un instante, después de dos minutos que me parecieron una eternidad, salí de la ducha ya sin ropa y me cubrí con la bata de baño. Al volver a mi recámara miré el reloj, "¿apenas las cuatro con veinte?", me dije al tiempo que me recostaba en la cama, aún con los malestares taladrándome el cuerpo, pero a pesar de mis intentos por conciliar el sueño de nueva cuenta. El insomnio se apoderó de mí; así que después de no sé cuánto tiempo dando vueltas en la cama, decidí prepararme un té de limón con miel, esperando que aletargara mis males para así poder esperar a que la farmacia abriera y comprar cualquier medicamento que me asegurara que me iba a sentir mejor, o que al menos iba a olvidar el dolor articular que me aquejaba en ese momento.

Ya lo había decidido: no iría a la editorial. En los cuatro años que llevaba trabajando allí nunca había pedido vacaciones ni había faltado. Si acaso había llegado tarde un par de veces por esperar a que Elisa apareciera en la entrada de "Las Magnolias" con su uniforme almidonado y su cabello pulcramente peinado para acomodar la cofia que complementaría el uniforme posteriormente.

Me arrebujé en las mantas y me descobijé casi inmediatamente al recordar la fiebre y el baño de agua helada que había tomado. Dormité un momento, pudieron ser minutos u horas, no sé puesto que no volví a revisar el reloj en lo que restaba del día. Al abrir nuevamente los ojos, me vi bañado de sol y de sudor. Tenía fiebre nuevamente. Por fortuna no tendría que tomar otro baño helado porque por la luz que llegaba a mi recámara pude deducir que ya podía salir a la calle y encontrar más vida de la que habría encontrado al momento de mi crisis gripal. Tomé la ropa del día anterior y me vestí. Tomé mi sombrero de ala corta, mi cartera y mis llaves y salí a trompicones del departamento y de la misma manera bajé las escaleras, aunque en dos ocasiones estuve a punto de cambiar el método y bajar rodando.

Al salir a la calle me deslumbró la luz; la heroica hazaña de mis ojos por adaptarse rápidamente al cambio de luz me salvó de un par de tropiezos con una bicicleta y con la toma de agua empotrada en la pared de mi edificio. En un instante pude ver el camino a seguir sobre la calle de Tonalá hasta llegar a la esquina donde colinda con Uruapan. Llegué a la farmacia y pedí algún medicamento para los síntomas de la gripe. Posiblemente por el juego de la luz así como por la enfermedad y mi escaso contacto con los rayos de sol, la dependienta se apresuró a entregarme el medicamento más cercano, "¿de verdad me veo tan mal?" me pregunté para mis adentros. Sin darle más importancia al asunto, tomé las medicinas y las pagué. Ya me iba cuando la dependienta tuvo la cortesía de decirme: "debe consumir alimentos cuando se tome las pastillas. Si se siente mal, le recomiendo ir con un doctor".

Las primeras ocho palabras que dijo antes de que partiera de la farmacia tuvieron un eco tardío en mi mente, ya cuando estaba por abrir la puerta principal del edificio. En un arrebato de valentía le di la espalda a la puerta, me reacomodé el sombrero y caminé con aire gallardo para cruzar la calle y entrar a "Las Magnolias".

Abrí la puerta y un mundo totalmente diferente al que había en la calle apareció ante mí. El bullicio de la gente combinado con el choque de los platos y vasos en la cocina me abrumaron un poco y, si a eso le agregáramos la caminata bajo el sol y mi ayuno, podría entenderse la aceleración de mi pulso y que haya hiperventilado un par de veces.

Miré a mi alrededor y no encontré ni una mesa vacía. Para mi sorpresa, y suerte, encontré con la mirada un banco libre en la barra. Con menos gallardía pero con mucha decisión me acerqué hasta él, le pregunté a los comensales que lo rodeaban si estaba ocupado y, al recibir la misma respuesta de todos, me senté en él; después de sustraer las medicinas recién compradas del bolsillo de mi saco, me acomodé la solapa y miré hacia el menú empotrado en la pared frente a los bancos. Mis ojos no pudieron ni leer la primera letra del mismo porque una morena silueta los había desconcentrado totalmente. Me sentí aún más débil de lo que hacía unas horas en mi recámara, pero su mirada dulce me regresó el aliento. Ahí estaba, frente a mí, mi musa: Elisa. Hasta ese momento me quité el sombrero, no por respeto al lugar cerrado, sino que poco me faltó para hacer una reverencia frente a ella. Fue por ella que me quité el sombrero.

- Buen día, ¿gusta café para comenzar?- dijo con una voz servicial y angelical.
- Este... Sí...No... Digo, sí. Sí, por favor- balbuceé. Me sentí apenado, no por mi incapacidad para responder normalmente a una pregunta tan simple, sino que ni siquiera le respondí el saludo.

 Colocó frente a mí un plato y una taza sobre éste y sirvió un café tan obscuro como sus ojos.

- Nuestro menú se encuentra detrás de mí. ¿Desea ordenar?
- Quiero... Ahmmm... Unos huevo... No, espere...- me sentí más apenado aún. -Quiero una rebanada de pay de queso, por favor.
- No es parte de la carta de desayunos, ¿está bien?
- Sí, está bien.
- En un momento vuelvo- dijo y desapareció por el costado de la barra que tenía una puerta amplia que llevaba a la cocina.

Al poco rato volvió con una sonrisa que más bien parecía una mueca, como desilusionada.
- Señor, lamento decirle que ya no hay pay de queso, sólo de manzana con canela.
- Ahmmm... No, entonces no. Soy alérgico a la canela. Pero entonces quiero...- mi nerviosismo me delataba con cada palabra que intentaba articular. - Creo que prefiero sólo comer galletas.
- ¿Le traigo unas galletitas?- su rostro volvió a tener vida.
- Sí, sí. Eso quiero.

Inmediatamente se fue a la parte más lejana de la barra y sacó de la panera unas galletas con chispas de chocolate y no tardó en ponerlas frente a mí.
- Gracias- sonreí.
- Al contrario, señor. Disculpe por no tener pay. Pero le aseguro que las galletas le gustarán. Yo las hago y las vendo aquí.

Cuando dijo eso, casi me ahogo con el primer bocado. Sonreí y aprobé con ambos pulgares las deliciosas galletas que me había ofrecido. Posiblemente la combinación del hambre, el nerviosismo y su presencia fue lo que hizo que esas galletas me supieran a gloria, aunque no quisiera menospreciar sus habilidades reposteras.

Tanto el café como las galletas me parecían alimento de dioses. No noté en qué momento había bebido todo el café de mi taza, pero ella sí y con su cálida sonrisa se acercó a mi lugar y con la jarra en la mano me dijo:
- ¿Más café, señor?

Asentí con la cabeza y levanté la taza para acercarla a ella. No había notado que las manos me temblaban tanto hasta que, al intentar regresar la taza al plato,  derramé el café; no sólo sobre la barra, sino sobre mi sombrero que descansaba al lado del plato y, por si fuera poco, ensucié todo mi traje, sin mencionar que tuve quemaduras de primer grado. Juro que intenté por todos los medios no tirarlo, incluso un cefalópodo habríase visto tonto comparado con mis rápidos movimientos, mis intentos fallidos para no hacer de mi visita a "Las Magnolias" toda una calamidad.

- Lo lamento muchísimo- dije apenado.
- No se preocupe, señor, pasa todo el tiempo- dijo ella, no en tono de burla, sino con sinceridad en la voz.

Su sonrisa me hizo saber que todo estaba bien y ya no me sentí tan mal hasta que sentí la mirada de los comensales a mi alrededor me miraban con incomodidad, podría decirse que con asco. Fue entonces cuando decidí emprender la graciosa huída. Tomé mi sombrero chorreante y pagué mi cuenta. Salí del lugar no sin antes dejar una jugosa propina. Y digo jugosa no por el café que pudiera haber humedecido los billetes, sino porque era la propina más generosa que había dejado en mi vida, pero cada centavo lo valía.

Volví a mi departamento y me recosté en la cama repasando cada instante desde que abrí la puerta de la cafetería. De pronto me encontré sonriéndole a un recuerdo, a todo. A nada. Ya no me sentía mal a pesar de que me ardía el brazo y muslo derechos gracias al café hirviendo, pero no me importó. Había podido verla, escucharla y mirarla a los ojos. Ya había planeado faltar al siguiente día al trabajo para verla nuevamente, ir al doctor en la tarde y pedir una receta médica que avalara mis inasistencias.

Martes 18 de julio de 2012

A cuarenta años de ese hermoso e imprevisto encuentro me pregunto dónde estará, porque después de ese día no volví a verla. Nadie volvió a verla. Hay quienes dicen que se regresó a Cuba, de donde era su familia. Hay quienes dicen que la mataron. Yo prefiero pensar que está trabajando en otro restaurante de la ciudad y que se fue sin decir adiós porque se puso tan nerviosa como yo ese día. Prefiero pensar que es feliz en otro estado de la república, con un hombre que la ama, con dos hijos y una casa pequeña pero con mucho calor de hogar. Sí, prefiero pensar que, aquella mujer de piel de ébano, ojos del color del grano de café tostado y  labios que invitaban al pecado se escapó con su amor, aún no siendo yo el afortunado.

sábado, 9 de febrero de 2013

Salida

Me sentía asfixiada, tanta gente, tanto ruido, tanta insensatez, tanta violencia psicológica, miradas retadoras esperando una similar en alguien más para vociferar y comenzar una riña.

Siempre me han incomodado las multitudes al grado tal que comienzo a hiperventilar, como cuando me faltaba el aire cuando era pequeña a causa del asma. Empiezo a perderme en pensamientos negativos y siento que me desvanezco.

He tenido mejores días, sin duda. Situaciones menos incómodas, menos frustrantes, menos como hoy.

La vida me estaba asfixiando, la gente y el ruido eran sus cómplices para terminar conmigo lo antes posible. Llegué a un punto de mi existencia, de mi vida en el que sin más, en medio del tumulto de gente, grité: «¡cómo diablos se sale aquí!». Pocos instantes después, sentí una mano sobre mi hombro. Al girarme, me topé con la mirada compasiva de una mujer de no menos de sesenta años que, con una amplia sonrisa postiza me respondía: «jale la puerta, no la empuje. Así podrá salir de esta tienda».

viernes, 1 de febrero de 2013

Inspiración

El corazón está dando vueltas en la cama y este par de ojos ya no quiere cerrarse. ¿Por qué tu recuerdo se lleva mi sueño? ¿Por qué donde estás no estoy yo?

Alguna vez pensé estar enamorada, tal vez sentí que la vida se me iba entre felicidad, dolor y una profunda depresión. Hace ocho años creí haber conocido el amor, pero me equivoqué; hoy tú me lo has presentado y, curiosamente, descubrí que, aquél a quien conocí años atrás, era un impostor. Un impostor que me llenó de poesía vacía y cartas con melifluas palabras que perdían su pretencioso valor una vez leídas.

Hoy te conozco a ti y conozco al amor. Lo reconozco en tus ojos y en mis labios cuando me besas; lo reconozco cuando dices mi nombre y cuando toco tu piel. Lo reconozco cuando tus palabras se vuelven mis versos favoritos, pero sobre todo, lo sé posible, y totalmente reconocible, cuando en vez de ser tú y yo, somos ese NOSOTRAS que vivirá siempre en este corazón que compartimos, en esos sueños que tejemos, en ese futuro que susurra un "para siempre" cada vez que pienso en ti.