L' anima sparita

L' anima sparita

domingo, 7 de octubre de 2012

Favores

Teníamos un pacto.
Teníamos veinte años.
Nos conocimos cuando teníamos apenas cuatro años. Su madre y mi madre eran grandes amigas y desde el jardín de niños hasta la preparatoria estuvimos siempre juntos. Si el grupo al que pertenecía no era el mío, buscábamos la manera de hacer que nos cambiaran de salón para estar siempre juntos. Cada cual tenía hermanos; él dos, yo sólo uno: él.

Jugábamos en el patio de la escuela y, no conformes con eso, al terminar las tareas, nos reuníamos en el parque que era el punto intermedio entre su casa y la mía y platicábamos y hacíamos agujeros en la tierra o juntábamos cochinillas que tirábamos por la resbaladilla para ver cuáles tenían la capacidad de enroscarse y cuáles no. Un expermiento que, viéndolo ahora, era extremadamente cruel.

Ante los ojos del mundo, éramos amigos, entre él y yo, había una hermandad incorruptible, incontenible. Inigualable. Recuerdo cuando tuvo a su primera novia, teníamos trece años y, lo admito, me puse muy celoso de su tiempo, de su espacio, de su cariño. Sentí aún más celos cuando le dijo "te amo", no porque tuviéramos alguna relación de pareja, sino porque sólo a mí me había dicho un "te amo" en su vida. Éramos hermanos. Él me amaba. Yo lo amaba a él profundamente.

Llegamos a los quince años. Tuvo más de una novia al igual que yo. Íbamos al mismo parque, ya no a atormentar insectos, sino a tirarnos en el pasto a platicar de nuestras conquistas o de lo difícil que nos resultaban las materias. Él me ayudaba con las matemáticas, yo le ponía acentos y signos de puntuación a sus ensayos. El brabucón del salón pretendía intimidarme y él, mi hermano, me defendió. Poco después comenzó el rumor de que él y yo éramos pareja y comenzó a molestar a mi hermano. Esa vez yo lo defendí y llegamos a los golpes. Él tan Goliath y yo tan David. Tal vez no tenía un arma como la de David, pero tenía a Daniel a  mi lado. Acabamos con él y al final, sólo pudo mostrar su respeto por la sólida amistad que teníamos. Desde entonces, Jacobo, Daniel y yo nos hicimos amigos.

Recuerdo una tarde de abril en la que Daniel y yo terminamos tirados en el pasto platicando de todo y de nada, como era costumbre. Recuerdo que esa tarde, a pesar de lo bien que estaba el clima, los dos nos encontrábamos sumamente tristes. Eran los últimos días de preparatoria, nuestros caminos iban a separarse. Él iba para ingeniería; yo, para literatura.

Esa tarde hicimos un pacto, el pacto que me ha amargado la vida. Me prometió que, si mi vida no era suficientemente agradable al cumplir 20, me ayudaría a morir siempre y cuando el favor fuera recíproco.

Cumplió veinte años, su cumpleaños era dos meses, trece días después del mío. Festejamos sin ganas, bebimos a mares, vomitamos a oscuras y lloramos en silencio. Mi madre había muerto cinco meses antes, él  acababa de terminar la relación más larga e intensa que había tenido en su vida. Nos abrazamos y seguimos bebiendo y llorando hasta que bebíamos prácticamente nuestras propias lágrimas a pico de botella.

- Hoy.- Dijo seco y frío al tiempo que se apartaba de mí.

Yo no entendí nada, me quedé mirándolo fijamente mientras él se alejaba de mí para salir de la cochera y subir a su recámara.

A su regreso, me extendió un revólver calibre 38. Él tenía otro igual en la otra mano.

- ¿Qué pretendes?- Le pregunté espantado más que extrañado.
- La promesa, ¿la olvidaste?- dijo solemne.
- No. No podría olvidarla nunca, pero... ¿De verdad pretendes que sea hoy, en tu cumpleaños?
- Esperar a cumplir veinte ha sido de las torturas más largas de mi vida. Ha sido suficiente.

A pesar de mi profunda tristeza, seguía atónito. Yo no podía terminar con una vida, no habiendo perdido a mi madre hacía unos meses me iba a atrever a perder a otra persona igual o incluso más importante que ella, hasta que recapacité. Él iba a poner fin a mi vida y yo a la suya. Era simple: Un plan perfecto.

Lo abracé por minutos o por horas, no sé. Reímos un poco sabiendo que eran las últimas risas que compartiríamos y, ya entrados en la buena vibra, comenzamos a idear detalladamente lo que haríamos; terminamos bobeando y diciendo que, ya que sería la última vez que nos veríamos, debíamos jugar a los vaqueros del oeste como cuando éramos pequeños, retándonos a un duelo.

Así fue, nos pusimos de espaldas uno contra el otro, dimos tres pasos. Giramos, apuntamos y... Disparé. Se desplomó inmediatamente, me desplomé a su lado. No me disparó. No porque no tuviera tiempo, sino porque no quiso hacerlo. Lo vi en sus ojos, lo vi en su sonrisa franca antes de morir.

Y lo odié ese día y por muchos tiempo, no por no haber cumplido su promesa, sino por haberme dejado solo.