L' anima sparita

L' anima sparita

domingo, 27 de marzo de 2011

El carpintero

- Mujer, prepara el café, esta noche será larga- dijo Jacinto desde el taller de carpintería en el anexo de su casa. No recibió respuesta pero sabía que su esposa, Graciela, lo escuchaba a la perfección.

Jacinto era un hombre alto y encorvado, de cabello entrecano, de piel enjuta y curtida por los años, los mismos años que le habían cansado las manos y los ojos y por lo que pensaba seriamente dejar de ser el carpintero del pueblo y dejarle el camino libre a la competencia.

Entró a su casa por el pasillo que conectaba con el taller. Sacudióse las manos y las ropas antes de pisar el tapete de la entrada. Abrió la puerta y caminó hacia la modesta cocina en donde había una mesa pegada a la pared y sobre la cual, una taza de café humeante le esperaba. Se sentó frente a su esposa que lo veía con extrañeza.

- ¿Qué pasa, Jacinto? ¿qué te tiene tan preocupado?- preguntó ella mientras tomaba de la mano a su esposo.
- Nada, mujer... nada- contestó secamente.
- Otro sueño de esos, ¿verdad? Aunque me lo niegues, sé muy bien que es eso- dijo ella compasiva.
- Es el hijo de los Robles. El que venía a aprender el oficio...- dijo mirando la taza frente a él. - Muere esta noche. El borracho de Pedro lo va a atropellar.
- ¡Ay, Jacinto!- dijo ella ahogando un grito- pero si es un chamaco.
- Por eso mismo me pesa, mujer- dijo él y sorbió de la taza. Bebieron café en silencio y él se fue al taller a terminar el ataúd que hacía para Damián Robles.

Dieron las diez de la noche, pero había terminado su trabajo dos horas antes. Tocaron a su puerta repetida y desesperadamente. Salió del taller y entró a su casa para abrir la puerta. Era el padre de Damián, llorando inconsolablemente, mientras entre sollozos le entregaba un fajo de billetes y pedía un ataúd para el más joven de sus hijos.

Jacinto volvió al taller y llevó el ataúd hasta casa de los Robles, donde velaban al muchacho.
- ¿De qué murió?- preguntó Jacinto a una de las vecinas para confirmar lo que ya sabía.
- Pedro lo atropelló de tan borracho que venía.
Después de dar el pésame a la familia, se fue a su casa. No había mucho que pudiera hacer ahí de cualquier manera. No era la primera vez que sentía esa frustración e impotencia, pero como siempre, volvió a casa y cansado; no tanto por cargar con el ataúd, sino de cargar sobre su conciencia una culpa que no tenía, por cargar con él lo que por años sólo había sido un secreto entre él y su esposa.

Nunca nadie supo de los sueños de Jacinto, salvo por Graciela, quien lo esperaba acostada pero despierta. Jacinto se recostó a su lado; no dijo nada, pero ella lo abrazó y en su regazo acarició los cabellos de él hasta que se quedó dormido, llorando como un niño.

Pasaron 3 meses en los que Jacinto vivió tranquilo y libre de remordimientos, pero una noche de junio tuvo otro de esos sueños que odiaba tanto. Despertó agitado, preocupado y muy triste. Eran las 5 de la mañana. Soñoliento caminó hacia el taller y comenzó a martillar, a confeccionar otro ataúd. Graciela entró al taller mientras Jacinto trabajaba y lo observó callada, recargada sobre el marco de la puerta, con una taza de café entre las manos.

- ¿Qué pasa, Jacinto?- preguntó ella en voz baja.
- Mariana, la esposa de Ponciano. Ella y el niño... - no pudo terminar la frase al formársele un nudo en la garganta.
- Viejito mío, no sufras. Si tienen que irse, es por algo...- dijo ella, compasiva.
- ¡Pero Mariana es una muchacha y el niño aún no nace!- dijo Jacinto en un hilo de voz.- Odio este trabajo, en estos casos, lo odio. Vivir a costa de la muerte ajena, no es vivir y menos cuando te lo anticipan.

Graciela dejó el café sobre la mesa de trabajo y entró a la casa, dejando a Jacinto trabajando en el taller. Cuando empezaba a caer la tarde, tocaron a la puerta y Graciela abrió para encontrarse a Doña Clara, la partera del pueblo.

- Aquí le manda Ponciano a su marido este dinero- dijo solemne- para que le haga un ataúd a Mariana y otro al crío. Ninguno de los dos aguantó el parto.
Dicho esto, Doña Clara se retiró y al mismo tiempo, iba entrando Jacinto por la puerta del pasillo con el ataúd de Mariana y el del niño dentro de éste.

Volvió Jacinto de la casa de Ponciano. Estaba desolado, como si fuera su culpa que las muertes sucedieran. Como si fuera un asesino arrepentido de sus actos. Con el ánimo desfalleciendo en él, se recostó en la cama hecho un ovillo. Graciela lo abrazó, pero él la apartó con ternura, como si no quisiera que ella sufriera lo que él estaba sintiendo; Graciela no insistió.

Pasó un mes y otro más sin novedades, sin sueños ni muertes que lamentar en el pueblo. Todo parecía ir viento en popa, incluso en vez de ataúdes, ahora hacía comedores para los recién casados y cunas para los recién nacidos. Todo parecía ir bien hasta que entró agosto.
El día 5 del mes soñó que hacía un ataúd, uno muy sencillo, soñó que veía a mucha gente pasar de negro, veía a muchos de los vecinos comentando del asunto, pero nadie le contaba nada. No sabía ni quién ni cómo había muerto. Sólo sabía que tenía que entregar ese ataúd... aunque ni siquiera supiera para quién era.

Despertó consternado, pero no le dio importancia porque no había visto quién era el dueño de esa caja mortuoria que había que entregar. Ese día, a pesar de la duda que sus ojos mostraban, pasó como los últimos, tranquilo. Sin embargo, comenzó a crear el ataúd aquél con el que había soñado, pero prefirió no continuar con él y se fue al bosque a caminar.

A su regreso, Graciela lo esperaba con una sopa de calabaza, pan y café. Cenaron en silencio, hasta que ella no pudo contener la duda y dijo:
- ¿Para quién es el ataúd que estás haciendo?
- No sé, mujer.
- ¿Cómo? ¿No sabes?
- No Chela, no soñé como otras veces- dijo él, con un ápice de duda en su voz.

Durmió esa noche tranquilamente y no fue hasta la siguiente semana que tuvo el mismo sueño, o al menos, casi el mismo sueño. Sólo que esta vez, pudo ver con horror que la persona que moriría, moría por golpearse la cabeza contra la acera; había perdido el equilibrio y con éste, la vida.

Despertó ahogando un grito, con la respiración agitada, preocupado y con lágrimas en los ojos. Creyó no haber despertado a Graciela, pero ella se incorporó y lo abrazó.
- ¿Qué pasa, mi viejito?- dijo ella preocupada.
- Soy... yo- dijo él con la voz entrecortada.
- Pero... ¿Cómo? ¿Dónde?
- Pierdo el equilibrio en la calle principal, me golpeo la cabeza y me muero.
- Pero...- ahogó un grito de horror y se calmó- vamos a ver, viejito mío, si eso pudiera suceder, entonces no vayas al centro hoy.
- Pero necesito clavos, mujer, ya no tengo material para trabajar.
- No te preocupes, déjame las indicaciones y yo voy con Fidencio para que me venda lo que necesites.

Las palabras de Graciela tranquilizaron a Jacinto e inmediatamente escribió para ella los encargos en un trozo de papel y después del almuerzo dominical, ella se cambió las ropas y salió hacia la plaza del pueblo, dejando a Jacinto un poco consternado, acostado en la cama y preocupado.

El viejo carpintero odiaba quedarse en cama, pero el miedo lo tenía petrificado y utilizó el pretexto para ni siquiera descobijarse. El sopor de la tarde comenzó a hacer mella en él y pronto comenzó a bostezar. Graciela aún no llegaba del encargo, así que optó por dormitar un poco en lo que su esposa llegaba.

Soñó de nueva cuenta el día de su muerte, pero algo había cambiado: en vez de caer y golpearse la cabeza, se soñó dormido, soñó a Graciela sacudiendo su cuerpo inherte y frío, soñó la pijama beige que traía puesta ese día y las mismas cobijas azules que lo cubrían. Fue el último sueño que tuvo Jacinto, sueño del cual no logró despertar.

Al llegar Graciela, entró a la recámara para encontrar el cuerpo sin vida de su esposo, bajó tan rápido como pudo al taller; el ataúd aún estaba sin terminar, tal vez por miedo a llamar a la muerte, tal vez por mera decidia. Lo cierto es que Graciela fue con Juan, el otro carpintero del pueblo para que terminara el ataúd que su marido no pudo terminar.