L' anima sparita

L' anima sparita

miércoles, 27 de marzo de 2013

Elisa

Jamás conocí mujer que poseyera una belleza apenas similar a la de Elisa; piel de ébano y ojos del color del grano de café tostado, sus labios eran una invitación al pecado a pesar de que siempre estaba rezando o cantando alguna alabanza, a menos que fuera interrumpida por algún cliente. Su belleza no sólo radicaba en el cuerpo perfecto que tenía, sino que su timidez y delicadeza la hacían aún más hermosa; verla sonreír era todo un acontecimiento y cuando lo hacía iluminaba todo el local.

Doblaba la esquina entre las seis cuarenta y las seis cuarenta y cinco, con sus cabellos recogidos en una trenza tan obscura y brillante como la piedra de obsidiana, con el uniforme amarillo impecablemente planchado, inmaculadamente lavado. A decir verdad, verla un instante me bastaba para animarme la mañana, el día entero.

Siempre buscaba la manera de hacer tiempo en casa para poder verla, aunque fuera de lejos, aunque fuera a través de la ventana del departamento que rentaba  en el edificio frente a la cafetería donde ella trabajaba. Le era fiel hasta en sueños, le guardaba una inexplicable lealtad al ritual matutino de espiarla por la ventana sin malicia, sin pretensiones, salvo por aquél de llenar mi día de vida, de alegría, por llenarme de paz.

Martes 18 de julio, 1967
Desperté a mitad de la noche y sentía como si me hubiesen golpeado la cabeza repetidas veces con una laja de piedra. A pesar de no haber dormido mucho, sentía los ojos hinchados y mi cuerpo parecía de trapo. Mi mano tocó mi frente e inmediatamente la quité porque sentía que me quemaba y, a pesar de la temperatura, tiritaba de frío. Tenía años, podría decir que décadas sin que una gripe fulminante me hiciera sentir que moría. No entraré en detalles con respecto a mis mocos y otras secreciones propias de la gripe, sólo diré que habría deseado matar a alguien en ese instante si eso me asegurara sentirme mejor. Era el presagio de algo terrible, pero no lo sabía. Ahora creo que así era.

Entré a la regadera aún en pijama, contuve la respiración y abrí la llave del agua fría sin ningún miramiento. Mi cuerpo se erizó de pies a cabeza y mi corazón se congeló por un instante, después de dos minutos que me parecieron una eternidad, salí de la ducha ya sin ropa y me cubrí con la bata de baño. Al volver a mi recámara miré el reloj, "¿apenas las cuatro con veinte?", me dije al tiempo que me recostaba en la cama, aún con los malestares taladrándome el cuerpo, pero a pesar de mis intentos por conciliar el sueño de nueva cuenta. El insomnio se apoderó de mí; así que después de no sé cuánto tiempo dando vueltas en la cama, decidí prepararme un té de limón con miel, esperando que aletargara mis males para así poder esperar a que la farmacia abriera y comprar cualquier medicamento que me asegurara que me iba a sentir mejor, o que al menos iba a olvidar el dolor articular que me aquejaba en ese momento.

Ya lo había decidido: no iría a la editorial. En los cuatro años que llevaba trabajando allí nunca había pedido vacaciones ni había faltado. Si acaso había llegado tarde un par de veces por esperar a que Elisa apareciera en la entrada de "Las Magnolias" con su uniforme almidonado y su cabello pulcramente peinado para acomodar la cofia que complementaría el uniforme posteriormente.

Me arrebujé en las mantas y me descobijé casi inmediatamente al recordar la fiebre y el baño de agua helada que había tomado. Dormité un momento, pudieron ser minutos u horas, no sé puesto que no volví a revisar el reloj en lo que restaba del día. Al abrir nuevamente los ojos, me vi bañado de sol y de sudor. Tenía fiebre nuevamente. Por fortuna no tendría que tomar otro baño helado porque por la luz que llegaba a mi recámara pude deducir que ya podía salir a la calle y encontrar más vida de la que habría encontrado al momento de mi crisis gripal. Tomé la ropa del día anterior y me vestí. Tomé mi sombrero de ala corta, mi cartera y mis llaves y salí a trompicones del departamento y de la misma manera bajé las escaleras, aunque en dos ocasiones estuve a punto de cambiar el método y bajar rodando.

Al salir a la calle me deslumbró la luz; la heroica hazaña de mis ojos por adaptarse rápidamente al cambio de luz me salvó de un par de tropiezos con una bicicleta y con la toma de agua empotrada en la pared de mi edificio. En un instante pude ver el camino a seguir sobre la calle de Tonalá hasta llegar a la esquina donde colinda con Uruapan. Llegué a la farmacia y pedí algún medicamento para los síntomas de la gripe. Posiblemente por el juego de la luz así como por la enfermedad y mi escaso contacto con los rayos de sol, la dependienta se apresuró a entregarme el medicamento más cercano, "¿de verdad me veo tan mal?" me pregunté para mis adentros. Sin darle más importancia al asunto, tomé las medicinas y las pagué. Ya me iba cuando la dependienta tuvo la cortesía de decirme: "debe consumir alimentos cuando se tome las pastillas. Si se siente mal, le recomiendo ir con un doctor".

Las primeras ocho palabras que dijo antes de que partiera de la farmacia tuvieron un eco tardío en mi mente, ya cuando estaba por abrir la puerta principal del edificio. En un arrebato de valentía le di la espalda a la puerta, me reacomodé el sombrero y caminé con aire gallardo para cruzar la calle y entrar a "Las Magnolias".

Abrí la puerta y un mundo totalmente diferente al que había en la calle apareció ante mí. El bullicio de la gente combinado con el choque de los platos y vasos en la cocina me abrumaron un poco y, si a eso le agregáramos la caminata bajo el sol y mi ayuno, podría entenderse la aceleración de mi pulso y que haya hiperventilado un par de veces.

Miré a mi alrededor y no encontré ni una mesa vacía. Para mi sorpresa, y suerte, encontré con la mirada un banco libre en la barra. Con menos gallardía pero con mucha decisión me acerqué hasta él, le pregunté a los comensales que lo rodeaban si estaba ocupado y, al recibir la misma respuesta de todos, me senté en él; después de sustraer las medicinas recién compradas del bolsillo de mi saco, me acomodé la solapa y miré hacia el menú empotrado en la pared frente a los bancos. Mis ojos no pudieron ni leer la primera letra del mismo porque una morena silueta los había desconcentrado totalmente. Me sentí aún más débil de lo que hacía unas horas en mi recámara, pero su mirada dulce me regresó el aliento. Ahí estaba, frente a mí, mi musa: Elisa. Hasta ese momento me quité el sombrero, no por respeto al lugar cerrado, sino que poco me faltó para hacer una reverencia frente a ella. Fue por ella que me quité el sombrero.

- Buen día, ¿gusta café para comenzar?- dijo con una voz servicial y angelical.
- Este... Sí...No... Digo, sí. Sí, por favor- balbuceé. Me sentí apenado, no por mi incapacidad para responder normalmente a una pregunta tan simple, sino que ni siquiera le respondí el saludo.

 Colocó frente a mí un plato y una taza sobre éste y sirvió un café tan obscuro como sus ojos.

- Nuestro menú se encuentra detrás de mí. ¿Desea ordenar?
- Quiero... Ahmmm... Unos huevo... No, espere...- me sentí más apenado aún. -Quiero una rebanada de pay de queso, por favor.
- No es parte de la carta de desayunos, ¿está bien?
- Sí, está bien.
- En un momento vuelvo- dijo y desapareció por el costado de la barra que tenía una puerta amplia que llevaba a la cocina.

Al poco rato volvió con una sonrisa que más bien parecía una mueca, como desilusionada.
- Señor, lamento decirle que ya no hay pay de queso, sólo de manzana con canela.
- Ahmmm... No, entonces no. Soy alérgico a la canela. Pero entonces quiero...- mi nerviosismo me delataba con cada palabra que intentaba articular. - Creo que prefiero sólo comer galletas.
- ¿Le traigo unas galletitas?- su rostro volvió a tener vida.
- Sí, sí. Eso quiero.

Inmediatamente se fue a la parte más lejana de la barra y sacó de la panera unas galletas con chispas de chocolate y no tardó en ponerlas frente a mí.
- Gracias- sonreí.
- Al contrario, señor. Disculpe por no tener pay. Pero le aseguro que las galletas le gustarán. Yo las hago y las vendo aquí.

Cuando dijo eso, casi me ahogo con el primer bocado. Sonreí y aprobé con ambos pulgares las deliciosas galletas que me había ofrecido. Posiblemente la combinación del hambre, el nerviosismo y su presencia fue lo que hizo que esas galletas me supieran a gloria, aunque no quisiera menospreciar sus habilidades reposteras.

Tanto el café como las galletas me parecían alimento de dioses. No noté en qué momento había bebido todo el café de mi taza, pero ella sí y con su cálida sonrisa se acercó a mi lugar y con la jarra en la mano me dijo:
- ¿Más café, señor?

Asentí con la cabeza y levanté la taza para acercarla a ella. No había notado que las manos me temblaban tanto hasta que, al intentar regresar la taza al plato,  derramé el café; no sólo sobre la barra, sino sobre mi sombrero que descansaba al lado del plato y, por si fuera poco, ensucié todo mi traje, sin mencionar que tuve quemaduras de primer grado. Juro que intenté por todos los medios no tirarlo, incluso un cefalópodo habríase visto tonto comparado con mis rápidos movimientos, mis intentos fallidos para no hacer de mi visita a "Las Magnolias" toda una calamidad.

- Lo lamento muchísimo- dije apenado.
- No se preocupe, señor, pasa todo el tiempo- dijo ella, no en tono de burla, sino con sinceridad en la voz.

Su sonrisa me hizo saber que todo estaba bien y ya no me sentí tan mal hasta que sentí la mirada de los comensales a mi alrededor me miraban con incomodidad, podría decirse que con asco. Fue entonces cuando decidí emprender la graciosa huída. Tomé mi sombrero chorreante y pagué mi cuenta. Salí del lugar no sin antes dejar una jugosa propina. Y digo jugosa no por el café que pudiera haber humedecido los billetes, sino porque era la propina más generosa que había dejado en mi vida, pero cada centavo lo valía.

Volví a mi departamento y me recosté en la cama repasando cada instante desde que abrí la puerta de la cafetería. De pronto me encontré sonriéndole a un recuerdo, a todo. A nada. Ya no me sentía mal a pesar de que me ardía el brazo y muslo derechos gracias al café hirviendo, pero no me importó. Había podido verla, escucharla y mirarla a los ojos. Ya había planeado faltar al siguiente día al trabajo para verla nuevamente, ir al doctor en la tarde y pedir una receta médica que avalara mis inasistencias.

Martes 18 de julio de 2012

A cuarenta años de ese hermoso e imprevisto encuentro me pregunto dónde estará, porque después de ese día no volví a verla. Nadie volvió a verla. Hay quienes dicen que se regresó a Cuba, de donde era su familia. Hay quienes dicen que la mataron. Yo prefiero pensar que está trabajando en otro restaurante de la ciudad y que se fue sin decir adiós porque se puso tan nerviosa como yo ese día. Prefiero pensar que es feliz en otro estado de la república, con un hombre que la ama, con dos hijos y una casa pequeña pero con mucho calor de hogar. Sí, prefiero pensar que, aquella mujer de piel de ébano, ojos del color del grano de café tostado y  labios que invitaban al pecado se escapó con su amor, aún no siendo yo el afortunado.