L' anima sparita

L' anima sparita

lunes, 12 de septiembre de 2011

3. De la frustración y el autocastigo

Nunca me he considerado una persona normal. Nunca lo haría, así mi vida dependiera de ello. Y no lo hago no porque no pueda, porque todos sabemos mentir, todos aprendimos a hacerlo y alguna vez lo hemos hecho, sólo que no me gusta hacerlo y mucho menos cuando parte de la esencia de mi ser, está intrínsecamente ligada a la situación en cuestión.

A pesar de estar acostumbrada a esta piel de ser extraño que vaga sin rumbo entre la gente normal, que usa ropa de vestir y zapatos recién boleados en la esquina de alguna plancha o plaza en la ciudad; a pesar de estar acostumbrada a ser una rechazada más en el mundo de los normales, creo que aún no me acostumbro a ser el fracaso de ser vivo que pareciera estoy destinada a ser. Uno de esos parásitos,uno de esos virus que contaminan lo que tocan. En realidad, me parezco más a un virus... En realidad, había olvidado que ya no estoy viva. Podrían considerar alguna relación con Drácula, si quisiera hacerme la importante y solamente porque compartimos la magia, desdicha y maldición de ser entes anacrónicos, antagónicos de lo común y que se mueven por la vida sin realmente estar vivos. Sólo por eso me permito la comparación, porque hasta Drácula tenía un asunto más interesante que tratar de lo que pueda yo decir, pensar, creer...

Y de lo que creo, todo se vuelve polvo una y otra y otra vez, como si estuviera destinado todo a perecer ante mis ojos, pero al mismo tiempo, pareciera que eso me alarga ésto que muchos llamarían vida, pero que bajo esta piel y esta carne, se ha vuelto una agonía... Es por ello que a veces las rasgo, para ver si hay algo más interesante bajo este disfraz tan mal hecho de persona normal; este disfraz de tan terrible calidad que con cada tirón de tela, pareciera que el relleno de las pequeñas perlitas se fuese a salir. Lo único que nos diferencia a los osos de felpa y a mí, es que las perlitas que los rellenan son blancas y las mías son rojas. Pequeñas perlitas que fluyen como si fueran agua sobre la sábana o la alfombra o un trozo de papel. Perlas de un asqueroso disfraz que me veo obligada a utilizar todos los días para no espantar al mundo y agradar un poco.

A pesar de lo terrible del disfraz, puedo decir que ha resultado un tanto efectivo, porque ha logrado embelesar a más de uno, aunque también ha logrado descepcionar a más de un millar, incluyéndome a mí frente al espejo.

Hay días en los que ya no soporto este estúpido disfraz y por eso siento la gran necesidad de rasgar y rasgar, cortar y cortar, como quien busca modificarlo o destruirlo, pero no me atrevo a hacerlo girones, porque después de todo, aún creo que hay algo que me mantiene atada a él y no sé qué sea. ¿Serán acaso la correas de ese asfixiante corsette? Si así fuera, entonces entiendo por qué no lo deshago en su totalidad: Porque ese corsette que apenas si me permite respirar, me flagela, justo lo que merezco por no ser una persona común. Por no ser una persona normal.

martes, 6 de septiembre de 2011

Formas de matar

¿Alguna vez has sentido ganas de matar? Hoy es uno de esos días en los que he despertado con unas ganas incontenibles de matar... De aniquilar. No importa la forma, puede ser muy sangrienta y violenta o muy pacífica y decorosa. La cuestión es que alguien o algo debe morir hoy...

Quisiera poder estrangular con mano propia el cuello de los recuerdos que tengo de tí. Ver como a cada segundo de la presión ejercida, van perdiendo fuerzas para luchar, cómo se van desvaneciendo hasta que dejen de resistirse, dejen de querer quitarme de encima y por fin ver cómo se quedan inmóviles ante mis ojos.

Desearía poder acuchillar una y otra vez los "te amo" que salieron de tu boca para infiltrarse en mis oídos y recorrerme el cuerpo en cada hematocrito, en cada eritrocito, por cada dendrita haciendo sinápsis, por cada nervio de mi cuerpo y célula que lo componen. Desaría poder acuchillarlos mil veces hasta hacer de ellos, fragmentos indivisibles e incapaces de juntarse de nuevo, para que ya no existan en mi memoria.

Me encantaría poder envenenar cada uno de los besos que me diste. Cianuro, talio, arsénico, sosa cáustica o algún ácido estaría bien. El resultado sería el mismo: lograr que tus besos ya no ardan en mis labios, que ya no desee más de esos adictivos e incendiados besos que me decían palabras tan hermosas que llegué a creer ciegamente.

Quizás me haría bien dispararle a quemarropa a todas y cada una de las caricias que recibí de tus manos. No, mi amor, no lo tomes a mal. No es a tus manos a las que tengo en la mira, sino a esas caricias lascivas, a esas que incendiaban mi piel y que hacían que un escalofrío recorriera mi espalda. A esas, a las malditas caricias que me despertaron el deseo de tu cuerpo, el deseo de tenerte a cada instante a mi lado es a las que quiero fulminar. No me importa si es una ametralladora o una escopeta o si es una pistola automática. Quiero acabar con ellas para que ya no me despierten cada noche, entre lágrimas y nostalgia de almohada. No necesito un francotirador que lo haga por mí, quiero sentir el placer de hacerlo yo misma.

Tal vez podría decapitar a las niñas de tus ojos para dejar de tenerlas presentes en mi mente, indelebles para mí. Tal vez así podría dejar de añorar esas miradas furtivas que me enamoraban y despertaban el deseo al mismo tiempo. Las únicas miradas que me han hecho desear que el tiempo se detenga. Decapitarlas pues, lenta y dolorosamente, haciéndolas pagar cada una de las lágrimas derramadas por su ausencia en mi vida.

Me gustaría poder incendiar esas sonrisas que cada vez que las recuerdo, sonrío estúpidamente. Un poco de gasolina o cualquier combustible funciona para mí, mientras esas sonrisas desaparezcan, me importa un carajo si es con un cerillo de esos que sacan chispa donde quiera que hagan fricción o de los más convencionales... Es más, no me importaría si fuera una antorcha de papel la que les prendiera fuego, simplemente, deseo que ardan y se vuelvan cenizas.

Desafortunadamente, mis manos son muy débiles, no tengo venenos disponibles y lo más cercano a algo punzocortante, son las tijeras punta roma que guardo en un cajón para hacer manualidades de vez en vez, cuando la ansiedad me asalta. Nunca he tenido una pistola en las manos mas que aquellas de agua con las que llegué a jugar en mi niñez un Sábado de Gloria y los cuchillos de mi casa son casi tan filosos como los que se usan para untar mantequilla en el pan.

Ya que no puedo aspirar a ser una asesina, haré lo único disponible en mi lista; ahogar los recuerdos en alcohol y fumar dos o tres cajetillas al hilo. Si he de matar a alguien, no serán ni moscas ni animales rastreros, sino a mi propia persona. A mi saco de recuerdos y emociones contenidas. Suicidio es la respuesta a mi deseo enfermo de matar.