Eran ellas, cómplices de un mismo ardor, de una misma pasión, de un mismo amor. Cómplices del crimen de amarse en penumbras, de amarse en intensidades desconocidas y seguramente criticadas ante los ojos de una sociedad que juzga todo aquello que le parece antinatural.
Sus ojos ardían con el fulgor que sus manos interpretaban en el dulcísimo instrumento ajeno, en el cuerpo de la otra que se contoneaba y se arqueaba con el ritmo que llevan las olas en la mar, el ritmo que llevan sus dedos sobre su piel, el ritmo que llevan los besos sobre su labio inferior, con el ritmo que marca una lengua de fuego buscando extinguirse en la boca de la otra.
Dulce tentación, dulces son sus besos y dulce también es la tortura de sentir que sus manos recorren su cuerpo de a poco, esperando el momento de acercarse a su sexo para acariciarlo tiernamente minutos después, despertando en ella un sinfín de emociones, sensaciones y deseos que parecerían impuros, pero sólo son el reflejo en piel y carne del amor más puro del deseo más sincero, de la pasión más cristalina.
Acurrucada sobre su abdomen le canta su amor, le dice sus sueños, le cuenta sus sonrisas, mientras que sus dedos dibujan patrones sobre su pecho, patrones que no tienen sentido y que lo tienen al mismo tiempo. Con sus labios sobre sus muslos comienza a copiar el dibujo de sus ojos, lo dilatado de sus pupilas, lo brillante de su mirada.
Con cautela, le besa las mejillas, con cautela, le muerde los labios, con cautela le araña los hombros y la espalda y con cautela y casi en un suspiro le dice que la ama. El susurro que pende de un hilo de voz, que se filtra entre sus labios lleva el nombre de la otra, lleva el aroma y el color de los ojos de su amante, lleva su luz, su risa, su pensar. Lleva su piel, sus ganas, su carisma y su desdén. Ese "te amo" lleva en cada una de las letras pronunciadas, mil millones de características de su amante.
Y la lengua cual pincel escribe sobre su espalda su nombre, y las manos como tenazas arrugan las sábanas. El frío de la noche las abraza, pero es el calor de sus cuerpos que las abrasa, que las consume, que las absorbe y las abstrae del tiempo, del espacio, del color, del dolor y de sus manías. Incluso las enajena de sus cuerpos, de esas prisiones de piel y hueso que las corrompe y las enclaustra al mismo tiempo para volverse un sólo ser, un sólo amor. Un sólo amor.
Las amantes de noche despiertan de día, viven las tardes, disfrutan amaneceres, añoran los atardeceres y se prometen pizcas de amor que guardan en frascos que avientan al mar de los sueños que las dividen, con la esperanza de que algún día, los frascos crucen el mar, bañados de sal y compartan su vida desde entonces hasta el final.